Cuando Horacio enfermó no pensó que era cáncer. Cuando supo que era cáncer, no pensó que iba a morir y cuando murió, finalmente, no pensó que sería eterno en el corazón de quienes le queríamos. Tampoco cuando Eduardo Montes-Bradley comentó que podríamos hacer una película con su testimonio, pensamos en la película.
Horacio pensó y mucho; y yo con él, bastante. Y juntos, lo pensamos todo. Pensamos la vida y la muerte, el amor y el deseo, la literatura y el cine, la historia y sus relatos. Horacio me ayudó a pensar la parte de la vida que vivimos consciente, y a sentir la parte de la vida que fluye por la piel del alma del corazón. Nunca pensé quererlo tanto pero lo quise. Nunca pensé que lo echaría tanto de menos pero lo extraño. Y cómo.
Aún así, sin pensarlo demasiado, nos pusimos a recoger su testimonio con lo que teníamos a mano. Si la película nos llevó a conversar, a pasar más tiempo juntos, fue siempre bienvenida. Incluso cuando se volvió necesaria, seguimos juntos sin pensar en ella. Luego Horacio falleció, yo perdí a un amigo muy querido, y ninguno de los dos pensó en nada más. Tampoco en el momento en que lo despedimos pensé en ella. Aún tomando fotos para el final –acordado– del film; las lágrimas no piensan, se sienten, se siente una pena muy grande que poco a poco va doliendo hasta que poco a poco, va dejando de doler.
A medida que pasaron las semanas, empecé a pensar que no terminaría la película. Sabíamos que el último tramo, la edición, la posproducción y todo eso, sería un camino sin él. Y pasaron los meses. Entonces volvió a emerger Eduardo en un viaje relámpago a Barcelona la primavera pasada y me hizo pensar en que algunas cosas se terminan o te terminan. Entonces, encontré la energía para volver a nuestras conversaciones; pensé en terminarla por terminarla para que no nos terminara ella a nosotros; sin pensar en su recorrido una vez presentada; cosa que sucedió en Internet, el día en que celebrábamos el primer aniversario de su muerte, el pasado 6 de septiembre de 2013. Y ya no pensé en nada más que en organizar este espacio –www.sombradelanoche.com– donde recoger todo lo que aconteciera relacionado con el film. Precisamente para no tener que pensar en ello.
Entonces a Lorena le gustó la película en San Francisco, California; después supe que había vivido una situación parecida con su madre. Entonces, pensó que podría ser de interés para su amigo Martín, director del Festival Internacional de Cine Independiente de Pozos. Y entonces, la película entró en la Selección Oficial Documental del festival y Martín, nos invitó. Nunca habría pensado que eso fuera posible, pero lo fue. Y hacia allí caminé. Por avión, en bus, en carro, a pie, hasta Mineral de Pozos; el lugar del planeta en que, mágicamente, la luz de la película aterrizaría. Pensé que nunca llegaría a Guanajuato, pero llegué. Y ya no pensé en nada más durante varios días.
Me entregué a sentir la experiencia. En el mero Pozos, en la casa de Eva –Oh Eva, ¡qué paraíso! Gracias–, y alrededor del festival al que fuimos, Horacio y yo, impensablemente invitados. No pensé que me emocionaría tanto ver a Horacio de nuevo proyectado en pantalla grande, no pensé que la película movería y conmovería tanto; no pensé que suscitara un debate tan rico entre personas de todas las edades… Y no pensé, no habría sido capaz, que sentiría a Horacio tan vivo entre nosotros, allí, en el corazón de México.
Y así sigo ahora, sin pensar en que pasará mañana, saboreando la que ha sido una experiencia única, rica. Es una sensación nueva, como dice Horacio al final de su escrito «Preparado para la posteridad»…
Salí de la noche por un instante, creyendo que habitaba, invisible y atento, el que ordena el azar, la divina bestia muda. ¿Podré tolerar lo que viene? ¿Tan duro es…? Según Maurois, solo Montaigne y Proust dejaron constancia de sus sensaciones ante la muerte. ¿Qué hay al final? ¿Dios o nada? Hay lo que queramos que haya. El deseo es eso: una carrera desesperada hacia algo que no alcanzas a ver pero que imaginas lleno de luz. O de sombra fascinante que es lo mismo. Nunca hasta ahora había tenido la impresión de haber terminado algo. Es una sensación nueva.