Preparado para la posteridad

Ser y ocuparse del relato una vez muerto
Limitarse a juntar trozos que por casualidad han sobrevivido a un total quebranto.

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Por Horacio Vázquez-Rial

Cuando a uno le cuentan desde muy temprano tantas historias como me contaron a mi, sólo caben dos caminos: hacerse novelista o hacerse historiador. Nunca fui capaz de hacer elecciones definitivas, de manera que opté por labrar los dos terrenos durante el tiempo suficiente para comprender qué poco tenían de diferente, y que se discutía demasiado acerca de asuntos en los que no cabía la discusión.

Los hombres son lo que creen ser mientras viven –inevitablemente, alientan en el terror, sea que se equivoquen en lo que son, sea que se equivoquen en lo que creen ser, porque no hay coincidencia objetiva entre ambos términos– y cuando se mueren empiezan a ser lo que se cuenta de ellos –que tampoco es la verdad–. Nadie es capaz de alcanzar la verdad acerca de lo que le atañe.

Sólo una circunstancia me estimula a proseguir sin retroceder: mi relato no carece de testigos que garanticen su autenticidad. Mis contemporáneos son testigos familiarizados plenamente con los sucesos expuestos, y transmitirán a las épocas futuras una convicción incontrovertible de que la información proporcionada es fidedigna.

El saber, tanto el del sujeto individual como el del grupo, es un conjunto de suposiciones que se aproximan en grado desigual, y casi imposible de determinar, a la verdad. Algunos atrevidos llaman realidad a la suma de esas suposiciones, pero lo hacen sólo por ignorancia. La ignorancia también forma parte del saber: es la parte en la que más acumulaciones se acumulan. Una de las cosas que la ignorancia permite suponer es, precisamente, la posibilidad de conocer la realidad, posibilidad absolutamente inexistente, no porque la realidad no sea tal, sino porque lo que uno conoce es apenas una representación: lo real, el punto en que confluyen la realidad y la conciencia.

Los escritores de ficción, al menos, reconocen que el grueso de lo que cuentan es invención. Aunque cuenten historias verdaderas o tejan historias a partir de hechos que se supone sucedieron en la realidad, pese a no tener de ellos más que una reverencia. El relato del pasado. No el pasado real, el sistema de los acontecimientos, sino su relato.

La historia de la historia es apasionante, pero no cabe aquí. Se la puede resumir, sin embargo, diciendo que los historiadores acabaron por entender que su objeto no eran los grandes hombres que se modelaban unos a otros a lo largo de los siglos, sino la historia de todo el mundo. Fue en la literatura donde se inició el camino que llevaría a esa idea de la historia. Convencidos los hombres de la imposibilidad de contar la historia real, de reiterar hasta el infinito los acontecimientos, intentan tejer con frases un mapa de los tiempos más meticuloso que los tiempos mismos. Sólo cuando el conjunto de suposiciones que denominamos saber sea extenso, será posible establecer continuidades indiscutibles.

Yo había llegado a vislumbrar, sin miedos vanos, el abismo de la muerte. Que mi viaje terminaba en España. Dudé gravemente al escoger entre militancia y escritura. Ayudado por el amor y la claridad de otros, angustiado por la posibilidad de incumplir mi destino verdadero, recibí luz y voluntad de los más sabios y las más generosas. Imagine que me había situado fuera de la lógica de los acontecimientos, y desaparecí.

En Madrid aprendí que el tiempo y la ausencia convierten la memoria en sueño, y que la historia de los hombres es más breve que la sombra que proyecta. Son saberes elementales, pero las almas crédulas tardan en alcanzarlos. La historia no se realiza en escenarios, aunque la gente la recuerde o la narre como si se hubiera desarrollado en un teatro. El mundo es un lugar limitado y las cosas ocurren en rincones, en calles oscuras, en puentes sobre ríos secos, en habitaciones secundarias de los palacios.

Por eso creía en el arte. En ciertos artistas en particular. ¿Quien asegura la grandeza? Nadie. Los manicomios están llenos de gente convencida de que su mirada es el motor de las esferas. ¿Hacer un mundo nuevo o revolver en las cenizas buscando quién sabe qué? Busqué la enseñanza. Traté de aprender. Algo salió mal en el pasado y quería saber qué. Sintiéndome capaz de concebir la pérdida de la mitología del pasado en manos del presente, la necesidad que, como hombre libre y consciente, tengo de dar sentido a mi vida, a mi presencia en el tiempo.

No desespero. Mi vida continuará, probablemente en la misma dirección que hasta ahora. Solo que sin que yo sepa por qué, ni hasta dónde, ni si existe un camino mejor. Salí de la noche. El santuario fue lugar de comercio: pedidos, promesas, pagos. Me arrodillé y descifré con esfuerzo la resplandeciente lengua del cielo y agradecí, la revelación del plano de toda obra. El diablo tienta, no ayuda a pecar.

Salí de la noche por un instante, creyendo que en este mercado habitaba, invisible y atento, el que ordena el azar, la divina bestia muda. ¿Podré tolerar lo que viene? ¿Tan duro es…? Según Maurois, solo Montaigne y Proust dejaron constancia de sus sensaciones ante la muerte. ¿Qué hay al final? ¿Dios o nada? Hay lo que queramos que haya. El deseo es eso: una carrera desesperada hacia algo que no alcanzas a ver pero que imaginas lleno de luz. O de sombra fascinante que es lo mismo. Nunca hasta ahora había tenido la impresión de haber terminado algo.

Es una sensación nueva.

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