Por Horacio Vázquez–Rial
La noción de biblioteca ideal, en el caso de un escritor, resulta, cuando menos, equívoca. Quien escoge dedicar su vida a componer libros, nuevos libros, parte, si no de la convicción consciente, sí del sentimiento de que en la gran herencia humana hay huecos, experiencias sin registrar, pensamientos y visiones de los cuales nadie ha dado cuenta. Por lo tanto, percibe, con razón o sin ella, que el catálogo de las maravillas es inevitablemente incompleto.
Por otra parte, y por lo mismo, su relación con la lectura tiene, desde el principio, desde antes de que la escritura se defina en él como lo sustancial en su relación con el mundo, un componente importante de canibalismo: todo texto que le proporcione goce o placer –supresión o satisfacción de un deseo–, libertad –en el sentido hegeliano de conocimiento de la necesidad, pero también en el sentido de licencia para su solución–, ansia de emulación o intuición de identidad, es rápidamente metabolizado y, con mayores o menores variantes, incorporado al texto propio, el que se viene elaborando desde algón momento previo a la primera línea leída y que tiene por destino quedar interrumpido en la última línea escrita. No hay para el escritor lectura inocente y, tal vez, ni siquiera haya en su vida edad de inocencia.
No obstante, es posible intentar un ordenamiento, con todas las limitaciones de lo autorreferencial, de los autores y las obras que un escritor considera fundamentales. Se trata, claro está, de un ordenamiento autobiográfico, que va de las lecturas de iniciación a las de liberación, y de éstas a las de construcción de un lugar propio en el desarrollo del discurso general del aprendizaje de la especie.
El preludio fue, para mí, Emilio Salgari, el primer gran escritor anticolonialista europeo –aunque yo no lo supiera entonces–, que señala el planteamiento del principal de cuantos problemas me aproximaron al debate de la tradición occidental: el de la justicia. Sandokán y El corsario negro, con sus respectivas obras satélites, y Cartago en llamas –que, después de Hiroshima, puede ser entendido como exposición paradigmática de las miserias de cualquier imperio–. Como complemento necesario de Salgari, Julio Verne, claro heredero de la Ilustración, que introduce al lector nuevo en el goce de la inteligencia. Veinte mil leguas de viaje submarino, La vuelta al mundo en ochenta días o El secreto de Maston, actos de fe en el progreso, ponen la actividad cortical en el centro del cosmos. Pero, ¿qué sería del sentido histórico y social de Salgari, sin el amor mestizo de Sandokán y Mariana, sin Yolanda, sin Honorata de Wan Guld? ¿Qué sería de la inmensa construcción positivista de Verne sin la amargura de Nemo, sin la traición del náufrago en La isla misteriosa? Nada. Sin literatura, hubiesen desaparecido hace mucho. En cambio, no sólo no han desaparecido, sino que han generado más literatura. ¿Es concebible Señor de las moscas, de William Golding, sin Dos años de vacaciones, de Verne?
Verne abre la puerta de la literatura francesa: de Dumas padre, de Anatole France, de Victor Hugo. Dumas padre, mulato maltratado por el ridículo individualismo de quienes creen poseer algo más que la palabra, condenado por hacer novelas con los mismos métodos con que hoy se hacen películas –¿discutiría alguien la propiedad intelectual y el sello de estilo de Francis Ford Coppola en alguna de sus obras, en cuya elaboración participan cientos de personas?–, criticado por alterar los Hechos de la Historia, con mayúsculas, como si esa Historia no fuese un género de ficción más. Los tres mosqueteros y sus continuaciones han dispuesto más mi alma para un anticlericalismo del que me siento orgulloso, que todos los panfletos específicamente dedicados a ganar adeptos para esa causa. Anatole France, que conduce hacia Rabelais por la vía de su maravilloso ensayo sobre el autor de Gargantúa y Pantagruel, que enseña la risa, que perfila una crítica de la historiografía perfectamente vigente en La isla de los pingüinos, que impone el cuestionamiento de cualquier utopía revolucionaria en Los dioses tienen sed, me llevó con sencillez a mi primera especulación teológica con La rebelión de los ángeles. Sigue siendo imprescindible, aunque hoy poco se hable de él. Hugo representó para mí, con Los miserables, un avance importante en la elaboración del problema de la justicia: Jean Valjean era, tenía que ser, un compañero de luchas para quienes nos criamos en una época en que la ejecución de los Rosenberg era tema diario, del mismo modo en que Javert tenía que ser un enemigo real en los tiempos de Perón, Franco y McCarthy; y, como yo vivía en una casa literaria, donde se conversaba constantemente con los personajes de ese libro, un tío mío bautizó a nuestros vecinos, cochambrosos, mezquinos y taimados, con el nombre de los Thenardier. Hugo me dio lo que me hacía falta para completar un concepto de las situaciones revolucionarias con El noventa y tres, que, como Los dioses tienen sed, es antecedente directo de una de las mayores novelas de nuestro siglo, aún no escrita cuando yo leía a France y a Hugo: El Siglo de las Luces, de Alejo Carpentier, fuente de esperanza cuando se publicó, en 1962, y La Habana era una fiesta en la que no se iba a repetir la historia, y poderoso instrumento crítico después, ahora, cuando todo aquello acabó mal.
De Francia a Inglaterra. Tras la presentación del mundo de los perseguidos, a cargo de Hugo, y de la trama del poder, a cargo de Dumas, entró en mi vida el universo de los excluidos, de los niños perdidos, de los huérfanos de toda condición: entró Dickens. Más exactamente: David Copperfield. Conservo aún el primer ejemplar que me regalaron, que es el que leyeron mis hijas: lloraron tanto como yo. Ante tanta conmoción, alguien en la familia decidió, con sabiduría, perturbarme aún más, y me obsequió Jude el oscuro, de Thomas Hardy, leído poco antes o poco después de Oliver Twist. Dickens es para mí aquel David Copperfield, Grandes esperanzas, Tiempos difíciles. Nunca llegaron a interesarme demasiado el otro Dickens, el de Pickwick, ni las restantes obras de Hardy. Amé más tarde a las Brontë: Jane Eyre, de Charlotte, y, sobre todo, Cumbres borrascosas, de Emily. Y, como consecuencia más moderna, más perfecta, de aquel clima, el Ancho mar de los sargazos de Jean Rhys. Esos tres libros me remiten al mismo clima, a un sensibilidad semejante, y estoy convencido de que mi percepción del dolor en ellas fue educada por Dickens.
Cumbres borrascosas, que he leído y releído incontables veces, es uno de los libros que hubiese querido escribir. Un escritor es siempre alguien que desea ser otro; en ocasiones, otro escritor, o, más precisamente, el autor de determinada obra de otro. Me ocurre con Cumbres borrascosas, y con dos libros que se cuentan entre mis primeras lecturas verderamente adultas, ambos de Aldous Huxley: El tiempo debe detenerse y Contrapunto. Los menciono en ese orden porque fue el orden en que los leí, pero consciente de que el segundo es mayor que el primero. Tengo la impresión de que, si bien ya Salgari me había hecho considerar la posibilidad de inventar historias, Contrapunto significó una inflexión en mi trayecto hacia la escritura. Marcó el inicio del período de la probabilidad. ¿Por qué no hacerlo? Que es un período coincidente con el de la demitificación del autor, y con el de la envidia.
Cada uno de los libros que he mencionado implicó alguna transformación interior en mí. Contrapunto, amén de cambiarme, me hizo consciente de ese cambio. Y de lo pavoroso, a la vez que fascinante, que resultaba el que la palabra escrita tuviese tal poder. Estaba, pues, la probabilidad del ejercicio de la escritura, la probabilidad de obrar las mismas maravillas que el mago: convertirse en otro, y convertir a los demás en otros. Estaba la demitificación del autor: no se trataba de alguien a quien no se pudiese remedar, sus encantamientos constaban en algún grimorio y, si éste no era accesible, bastaría con observar atentamente sus actos para descifrar a partir de ellos las claves. Estaba la envidia, ligada al constante fracaso en la obtención de la fórmula: se puede, pero yo no puedo.
Lo que siguió fue una etapa de apertura total a la brujería ajena, una etapa de impregnación: lo que podía hacer con aquello cuya mecánica no alcanzaba a comprender ni a reproducir, era comérmelo. Es una época de mi existencia que puedo dar como lista de títulos o de autores, en la misma anárquica sucesión en que los devoré: Stendhal, Balzac, Flaubert, Herman Melville, Edgar Alan Poe, Hermann Hesse –Demian, Siddharta, El lobo estepario–, Horacio Quiroga, Thomas Mann –con devoción: Tonio Kröger, Carlota en Weimar y Los Buddenbrook–, Roberto Arlt –Los siete locos y Los lanzallamas–, Sinclair Lewis –sobre todo, Babbitt–, Upton Sinclair, la trilogía de John Dos Passos, William Faulkner, Erskine Caldwell, Juan Carlos Onetti –Juntacadáveres y El astillero, pero también Los adioses–, el Cuarteto de Alejandría de Durrell, los Trópicos de Henry Miller, Cesare Pavese, André Gide –sigo entrando y saliendo, de tanto en tanto, de Los alimentos terrestres y de los Nuevos alimentos–, Oscar Wilde –con mayor inclinación por la Balada de la cárcel de Reading, por el De Profundis, por ese maravilloso, insustituible ensayo llamado El alma del hombre bajo el socialismo y por El retrato de Dorian Gray, que por su teatro–, todos los poetas surrealistas, con preferencia por René Char y, a partir de ellos, en su proceso, Paul Éluard y Louis Aragon –sus novelas incluidas: Aurelien y Los viajeros de la imperial, Los hermosos barrios y Las campanas de Basilea–, Dostoyevski, otra vez poetas: Saint-John Perse, Oscar de Luwicz Milosz, Eugenio Montale, Giuseppe Ungaretti, Salvatore Quasimodo, Giorgios Seferis, y Truman Capote, Norman Mailer, José Lezama Lima, Juan Rulfo, Alejo Carpentier, Jorge Luis Borges –hasta la saciedad, hasta conocerlo de memoria–, Vladimir Maiakovski, Gabrielle D’Annunzio, Elio Vittorini, Alberto Moravia, Vasco Pratolini, Albert Camus, Jean Paul Sartre, André Malraux, Paul Nizan, Thackeray y George Eliot, Goethe –Wilhelm Meister, sobre todo–, Federico García Lorca, Jorge Guillén, Vicente Aleixandre, Pedro Salinas, Dámaso Alonso, César Vallejo, Pablo Neruda, Raúl González Tuñón, Vicente Huidobro, Dashiel Hammet, Raymond Chandler, Ross MacDonald, Julio Cortázar, el primer Juan Marsé –Últimas tardes con Teresa–, Carlos Fuentes –Las buenas conciencias, La muerte de Artemio Cruz, La región más transparente–, José Agustín Goytisolo, Jaime Gil de Biedma, Juan García Hortelano –Tormenta de verano–, Valle-Inclán, Somerset Maugham, Graham Greene, Emilio Zola, Mark Twain, Gabriel García Márquez… Se me quedan en el tintero dos tercios.
Entre todo lo mencionado, aparte los poetas, a los que sigo teniendo presentes, en su mayoría de memoria, hay media docena de libros que marcan un antes y un después, cuya lectura constituye un instante privilegiado de inmersión, del que se sale distinto, y que determina que el mundo parezca, o sea, diferente: Rojo y negro y La cartuja de Parma, las Ilusiones perdidas de Balzac, Moby Dick, Demian, El lobo estepario, Tonio Kröger, Los siete locos y Los lanzallamas, Mientras agonizo y Luz de agosto de Faulkner, De rodillas frente al naciente sol, relato de Erskine Caldwell, Juntacadáveres y El astillero, el Cuarteto de Alejandría de Durrell, Los alimentos terrestres y los Nuevos alimentos,El alma del hombre bajo el socialismo,Un adolescente de Dostoyevski, Los indiferentes de Moravia, la Crónica de pobres amantes de Pratolini, El extranjero de Camus, La náusea de Sartre, La condición humana de Malraux, El largo adiós de Chandler, La muerte de Artemio Cruz, El oficio de vivir de Pavese.
Hasta aquí, hablo únicamente de literatura. Pero también hube de leer otras cosas, puesto que pertenezco a la generación de la militancia, y los variados intereses a lo que ello dio origen me convirtieron en estudiante de medicina y de filosofía, y luego en medievalista, en cronista de la Guerra Civil española y en geógrafo: filosofía, psicología, sociología, ciencias. No enumeraré, como he hecho con los poetas y los novelistas. Pero necesito decir que yo no sería la persona que soy, ni mi estilo sería mi estilo, sin la Fenomenología del espíritu de Hegel, sin la Dialéctica de la naturaleza de Engels, cuya introducción me sigue pareciendo uno de los fragmentos de prosa de más alto nivel lírico que haya encontrado jamás, sin la Apología de Sócrates, sin Freud, sin los presocráticos, sin Aristóteles, sin Einstein, sin Darwin, sin el Diario de Colón y los relatos de viajeros, sin la Historia de mis desventuras de Abelardo, sin las Confesiones de San Agustín, sin Gregorio Marañón, sin François Porché, sin Aníbal Ponce, sin José Ingenieros, sin Claude Bernard, sin Karl Marx, sin Levy-Strauss, sin Manuel Azaña. Por poner algunos ejemplos.
Toda esa lectura, entre la posibilidad y la envidia. Hasta que me ocurrió, por fin, lo que García Márquez dice que a él le ocurrió con Faulkner: encontré el libro que me hizo exclamar: ¡Carajo! ¡Pero si esto se puede hacer! El libro que concede la libertad de escribir, el libro que revela que la propia palabra puede encontrar un lugar entre las palabras, que no hay procedimientos establecidos, liturgias de revelación, y que cada uno ha de fiarse de su don, aun a riesgo de extinguirse en el intento. Ese libro fue para mí Reivindicación del Conde Don Julián de Juan Goystisolo. El libro que da permiso. Y que dio, también, un enorme trabajo: se podía empezar a escribir, pero también había que releer, releerlo todo con ojos nuevos. Algunos ganaron, otros se desdibujaron, otros desaparecieron. No diré cuáles. Su sentido en mi existencia no es medida de su valor. Tardé más de diez años en escribir mi primer libro.
Mi transformación en escritor no refutó al lector que había en mí: lo consolidó. Y, en el tiempo que pasó desde el hallazgo de Don Julián, otros libros dejaron huella profunda en mí, modificaron mi relación con lo real. Estoy hablando de un cuarto de siglo, y el número de títulos capaces de conmoverme es mucho más corto que el de los que constan en mi adolescencia y mi primera juventud: Conversación en La Catedral de Mario Vargas Llosa –sé que La casa verde es, como novela, una construcción superior, pero su efecto sobre mi alma ha sido menor–; La muerte de Virgilio de Hermann Broch; El gran momento de Mary Tribune de Juan García Hortelano; todos los libros, que son uno solo, de Milan Kundera; y todos los de Scott Fitzgerald; nuevamente, en segunda, tercera, cuarta lecturas, Moby Dick; La consagración de la primavera de Alejo Carpentier; La forja de un rebelde de Arturo Barea; Corrección de Thomas Bernhardt; La atención de Alberto Moravia; la Biblia.
Contra lo que suponen o imaginan, con una torpeza magnífica, las autoridades pedagógicas, los diseñadores de programas de estudio, los clásicos no están ni pueden estar en el comienzo de una formación. A los clásicos se llega. El Quijote, la lectura ordenada y feliz de Cervantes, de Góngora, de Shakespeare, de Dante, de la Biblia, es satisfacción de quien ya ha leído mucho. La lectura ordenada y feliz, he escrito, porque ellos están siempre ahí, porque el primer Hamlet, que para mí no fue texto sino representación –Vittorio Gassman–, formó parte de la memoria desde el inicio, lo mismo que algunas de las aventuras vividas por Alonso Quijano; están siempre ahí en imágenes, en frases que impregnan el conjunto de la cultura recibida –apunté al principio de estas líneas que mi ingreso en Rabelais se había hecho a través de la puerta de Anatole France–, en este o aquel soneto, pero el camino que conduce hacia sus mundos es largo. El tránsito lector por La montaña mágica, por En busca del tiempo perdido, por el Ulysses de Joyce, por los Faustos de Goethe y de Mann, está al alcance de cualquier voluntad bien templada; su goce, no. Pero cuando se lo alcanza, se entra en el ámbito de otro tipo de experiencia: la de la lectura, antes que transformadora, reparadora. En primera, quinta, séptima, octava y novena acepciones del término (D.R.A.E.): Componer, aderezar o enmendar el menoscabo […] Desagraviar, satisfacer al ofendido […] Oponer una defensa contra el golpe […] Remediar o precaver un daño […] Restablecer las fuerzas […]. Confirmando el aserto de Pavese de que la poesía –en sentido muy amplio– es una defensa contra la injurias de la vida. En los clásicos, en la comprobación de la vida en sus páginas, el individuo se completa, muere y renace.
La que he descrito hasta aquí no es mi biblioteca ideal: es únicamente la que me ha dado el azar, la familia, los amigos, las inclinaciones personales, y la que me ha hecho ser el escritor que soy. La biblioteca ideal es la que se constituye con todos los libros del mundo: los que se han escrito, los que estamos escribiendo, los que se escribirán. Es una suerte de library in progress, que asume y resume el sentido del devenir humano.
HVR
«La consagración de la primavera», de Carpentier. También a mí me dejó una profunda huella. Hubiera estado bien charlar con Horacio sobre ese libro, y sobre muchas de las lecturas que menciona.