Un mosaico hecho de pasiones y afectos, palabras, imágenes y textos, así fue Horacio. «Los hombres son lo que creen ser mientras viven, sea que se equivoquen en lo que son, sea que se equivoquen en lo que creen ser y cuando se mueren, empiezan a ser lo que se cuenta de ellos. El relato del pasado».
Horacio llegó a vislumbrar, sin miedos vanos, el abismo de la muerte. Ayudado por el amor y la claridad de otros, angustiado por la posibilidad de incumplir su destino verdadero, recibió amor y voluntad de las más generosas hasta el final. El deseo es eso: una carrera desesperada hacia algo que no alcanzas a ver pero que imaginas lleno de luz. Él, que nunca tuvo la impresión de haber terminado algo, se terminó. Su ausencia es una sensación nueva.
Por encima de todo, me quedo con su valentía de concebir la pérdida de la mitología del pasado en manos del presente, la necesidad que, como hombre libre y consciente, tenía de dar sentido a su vida, a su presencia en el tiempo, por sí mismo.
Nuestra vida continuará, probablemente en la misma dirección que hasta ahora. Solo que sin que sepamos por qué, ni hasta dónde, ni si existe un camino mejor. ¿Podrá tolerar lo que sigue? Según Maurois —me comentó en una ocasión Horacio mientras trabajábamos en la película— solo Montaigne y Proust dejaron constancia de sus sensaciones ante la muerte. ¿Qué hay al final? ¿Dios o nada? Horacio enfrentó estas cuestiones y dejó constancia de ello en un documento audiovisual que él quiso que se llamara …Sombra de la noche.
Maestro querido, sígame visitando. Recupéreme a menudo. No le olvidaré.