Por Daniel Jándula. Oct. 2012
Nada más aparecer el libro, este fue devorado por Horacio Vázquez-Rial (1947-2012), quien quedó profundamente impactado al reconocer en el original diversos puntos en común con su biografía. Realizó un trabajo de traducción con epílogo apasionado incluido, que quedó recogido en una edición de 2009 de la editorial La otra orilla. Horacio leyó a Styron, que a su vez leyó a Camus, y ambos meditaron sobre el mito de Sísifo, con el temor a la siguiente recaída, o la siguiente tanda de pastillas del Dr. Gold, y la idea de que la curación se imagina en el interior de un coche, en movimiento; ambos tuvieron la lucidez de hablar sin tapujos de su debilidad, ahondaron con valentía en sus gestos, en sus circunstancias vitales, reflexionaron sobre sus manías y contradicciones. Horacio lo hizo en sus libros (y los que tradujo y prologó también reflejan el carácter personal y literario), tanto como en el documental de Pablo Odell, «Sombra de la noche» en el que participó como guionista persiguiendo sus sombras, instinto olvidado por el mundo adulto. Sombras con consistencia de arcilla, del barro rojo que forma los cuerpos de los hombres… y sus pesadillas.
En la aproximación a la locura de Styron, Vázquez-Rial encontró relación entre subconsciente y obra, como cuando uno queda atrapado en la anagnórisis ante la creación rodeada de angustia, y al instante la diminuta ventana de luz por la que puede escapar. Puedo imaginar los ojos vidriosos de Horacio al tropezarse con un texto como el que sigue:
¿Cuáles eran los acontecimientos olvidados o enterrados que sugerían una explicación última de la depresión y de su florecimiento como locura? Hasta el ataque de mi propio mal y su desenlace, nunca había prestado mucha atención a mi obra en términos de relación con el subconsciente, un área de investigación perteneciente a los detectives literarios. Pero cuando recobré la salud y me encontré en condiciones de reflexionar sobre el pasado a la luz de mi desgracia, empecé a ver con claridad cómo la depresión se había mantenido justo en los bordes exteriores de mi vida durante largos años.
En su epílogo, Horacio cuenta que después de seguir los pasos de Styron, lloró como nunca, comió y recuperó la sensibilidad en el paladar, y durmió como un bendito, con la liberación que sucede a un libro esclarecedor y a una prosa sencilla y significativa. Yo me crucé con el libro por casualidad, investigando en la faceta de traductor / hacedor de prólogos de Horacio. Y casi sin saberlo («nos empeñamos en no saber» concluye el epílogo) he hallado entre estas páginas una sabia reflexión acerca de los dañinos efectos colaterales del «duelo incompleto», como el que detectó Styron, sufrimos los lectores de Horacio, y en mi terreno personal tuve con la pérdida temprana de mi madre: duelo sin cerrar que condujo a un incremento de pensamientos suicidas y una hipocondría de las circunstancias, que llevaron a una insana y para nada realista búsqueda de la inmortalidad, creyendo equivocadamente que una obra escrita importante puede vencer a la muerte. Styron lo solucionó a tiempo, igual que Horacio, del mismo modo que otros no lo vieron. No obstante, en esa visible oscuridad siempre puede percibirse un pálpito de claridad.