Por Horacio Vázquez-Rial
Ser escritor es, sobre todo, ser lector. Ser, incluso, un lector desesperado. Desesperado por la falta de un libro. No de cualquier libro, sino de uno, preciso, inexistente o de existencia ignorada, que hay que escribir para poder leerlo. Creo que ésa es mi relación esencial con la literatura, el encuentro con las palabras y con las historias no contadas o, al menos, no encontradas.
Además, la convicción de que algo no ha sido dicho, explicado, narrado, es lo único, salvo casos de inconcebible y hasta obscena vanidad, que puede inducirnos a escribir más, a añadir algo a la ingente masa de lo ya escrito. Yo empecé a escribir en busca de un libro que deseaba leer, y seguí escribiendo porque no lo conseguí.
Cuando alguien le preguntó cuál era su mejor libro, el gran Juan García Hortelano respondió que, sin duda, el próximo, porque, de haber supuesto que era alguno de los que ya había escrito, se hubiese detenido allí. Y sus dos obras mayores, El gran momento de Mary Tribune y Gramática parda, son en gran parte reescrituras inmensas de textos precedentes, pruebas de su convicción de haber hallado algo no dicho, explicado, narrado, y de que él debía insistir en ello hasta dar con su expresión perfecta.
Lo que se suele llamar, con cierta solemnidad, universo literario de un autor, no es más que la suma de esas piezas que un lector ha echado en falta en el mapa de las cosas dichas. Y se trata de hallazgos más bien fortuitos, que no dependen de las lecturas que se hagan ni de las que se dejen de hacer, sino de lo que cabría denominar intuición cartográfica, porque el lector que decide escribir el libro que quisiera leer sabe desde siempre que ese libro no está escrito.
Borges dijo alguna vez que no había lecturas imprescindibles en una formación literaria, y avaló su afirmación con el incontestable argumento de que Homero no había leído a Cervantes y eso no le había impedido ser Homero.