Universo literario

Por Horacio Vázquez-Rial

Cuando mi experiencia con los libros se reducía a la lectura, me preguntaba cómo habían concebido algunos escritores lo que los críticos llamaban un universo literario o un mundo propio. Obviamente, el Macondo de García Márquez, el Yoknapatawpha de Faulkner, la Santa María de Onetti, el Comala de Rulfo. En una ocasión, vi un mapa del territorio faulkneriano y eso disparó mi fantasía por el lado malo, el metodológico o paracientífico. Finalmente, soy un hombre nacido en la primera mitad del siglo XX, cuando en el subconsciente general aún predominaba, sostenida por el marxismo vulgar de los stalinistas, la más podrida de las ramas del árbol de la Ilustración: el positivismo. De modo que mi paradigma seguía siendo el de las ciencias físicas preeinsteinianas. Todo tenía una explicación racional y se podía hacer de acuerdo con un método, siempre sospechosamente parecido al del laboratorio escolar de física y química, en el que los experimentos se repetían ad infinitum, aunque sin la elegante espiral de Bach.

El plano de Yoknapatwpha, más próximo en mi memoria al torpe bosquejo de un pirata que temiera olvidar la posición de un tesoro oculto que a un mapa de verdad, me llevó a suponer un proceso equivocado: Faulkner había empezado por diseñar una región, a la manera de un escenario en el que situar a sus personajes. Ése era el inicio de una larga serie de errores, porque presuponía la existencia de unos personajes cuyos actos, carácter y pensamientos debía tener claros el autor, desde luego omnisciente, a la hora de colocarlos en un lugar imaginario, aunque cartografiado, del viejo Sur, como si de soldaditos de plomo se tratara. En esas condiciones, los relatos tenían que ser construidos casi al completo antes de pasar al papel. Imaginé, pues, a un Faulkner con la cabeza, por fuera ya noblemente encanecida, llena de individuos enteros, con preguntas y respuestas propias, con un destino conocido desde siempre y hasta siempre, sin darme cuenta de que unos tipos así sólo podían estar muertos y que la narración de su existencia desembocaba en la biografía, no en la novela.

Fue duro aprender que las cosas no eran así.

En primer término, los territorios míticos no son más que la traducción literaria de espacios reales. En segundo, los espacios reales devienen míticos en cuanto se les impone la literatura. No hay nada que imaginar, nada que cartografiar: sólo hay que traducir. Que es lo mismo que exponer. En un idioma que, si es literario, y a veces sin ser literario, se reduce a idiolecto tan pronto como se emplea. Pero ésa es sólo una parte de la cuestión.

Más allá de los escenarios, que siempre y nunca son reales, y de la lengua (o del habla convertida en lengua) que se emplee, están los personajes. Ésos son los que no perdonan, los que hacen el escenario y eligen la lengua.

Mis tres primeras novelas fueron concebidas y desarrolladas con arreglo a las normas experimentales del positivismo, en el que yo vivía inmerso sin saberlo, como el burgués gentilhombre de Molière en la prosa. Es decir que fueron trazados en todos sus detalles mucho antes de su redacción. Trataban, y tratan, de un tema universal, el exilio. Uno de los más antiguos y grandes: los cuarenta años de los israelitas en el desierto, el tiempo de Ulises en busca de Ítaca, la elección por Sócrates de la cicuta. Tan antiguo y grande era el tema que el argumento pasaba a un segundo plano, y a veces se confundía con él. Yo lo ignoraba, pero esos libros eran mi plano de Yoknapatwpha. En realidad, no pasé de ahí, de un mapa histórico del exilio español en América y del exilio argentino en Europa. Lo único que salvaba a aquellos textos de la quema, lo que llevó a Jaime Salinas, a Felisa Ramos y a José María Guelbenzu, mis editores de entonces en Alfaguara, a publicarlos, estoy seguro, era el carácter lírico de la prosa. Creo que eso eran Segundas personas y El viaje español, mis dos primeros libros: largos poemas en prosa sobre el masivo exilio argentino de la década de los setenta, el uno, y sobre el destino de los republicanos españoles que se marcharon en 1939, y su regreso, o el de sus hijos, después de la muerte de Franco. El tercero, Oscuras materias de la luz, llevó a José Agustín Goytisolo, en el prólogo a una edición posterior, a afirmar que yo era antes poeta que narrador. Esta obra es una reflexión sin precisiones geográficas sobre la existencia de quienes han sido arrancados a su medio original y obligados a recomenzar en otro lugar, que gira en torno de una historia de amor. En todos los casos, se organiza paralelamente un discurso sobre las relaciones entre política u moral, historia y memoria, violencia y rebelión.

Entonces vino el cuarto libro, Historia del Triste. Y digo bien al decir que vinoBajó, le oí decir a alguien a propósito de un poema. Porque, a mi pesar, lo dejé bajar. Yo estaba por entonces, en 1985, deprimido. Profundamente deprimido. Y había ido a ver a un psiquiatra, y el psiquiatra me había recetado pastillas, muchas pastillas. Y las pastillas habían apagado notablemente mis emociones: dejé de llorar todo el día, sólo lloraba a ratos, y era capaz de escuchar una historia o una música conmovedora sin derramar una lágrima, aunque tuviera un nudo en la garganta. Los contactos con el mundo resultaban un poco menos dolorosos. Pero, a la vez, las pastillas habían abierto otras puertas en mi persona: como mi aceptación de acontecimientos y personas se había hecho menos lacerante, empecé a dejarlos entrar.

Por otro lado, estaba especialmente preocupado por varias cuestiones, a saber:  la de cómo un hombre puede llegar a torturar; la de hasta qué punto conoce cada hombre las consecuencias de sus acciones sobre el destino general, la de cómo experimentan los otros su realidad histórica. El procesamiento de los militares argentinos había roto la costra de sangre seca de una vieja herida, y no sé cuánto tuvo eso que ver con mi depresión, que también tenía un importante componente de fracaso amoroso y otro endógeno. Como era de rigor, busqué una respuesta racional a la pregunta terrible. Y, por supuesto, la encontré; simpre la hay, aunque no sea correcta. La respuesta se llamaba Cristóbal Artola, el Triste.

Artola no sólo es un personaje de Buenos Aires, sino que, en gran medida, es una representación de su ciudad, que no se explica sin los habitantes de sus márgenes, como éstos no se explican sin ella. Pero esto no lo supe hasta mucho después.

El Triste era absolutamente otro en mi ánimo, su trayectoria era por completo diferente de la mía, no compartía con él ningún código y, sin embargo, no me era ajeno: él había desempeñado un papel central en mi devenir; en aceras enfrentadas, habíamos participado en los mismos hechos. Cuando empecé a escribir la novela, yo estaba convencido de que lo que nos separaba era la lucidez, mi lucidez; yo creía saber que estaba haciendo la historia, en el bando del progreso, y creía que él, sin saberlo, la estaba haciendo en el bando opuesto. Cuando terminé, nada era tan claro. Finalmente, ni yo estaba tan seguro de mi propio rol, ni de las verdades supuestas del bando en el que lo había desempeñado, ni él, el Triste, ignoraba enteramente sus propias funciones.

La medicación me había abierto a él. Las cosas que conocía al principio no eran las mismas que conocía al final, y las nuevas me las había enseñado el Triste. Por primera vez había visto un personaje en carne y hueso, había hablado con él, había recibido de él noticias de otro mundo. Entré así en el mundo de los personajes independientes,  vivos.

La ciudad –no unos edificios, sino un lugar y unos años insustituibles, es decir, nuestra época histórica—nos proponía a los dos las mismas contradicciones. Artola, el Triste, un lumpen de los suburbios, las enfrentaba a su modo, a partir de unos valores recibidos, vinculados sobre todo a una concepción del trabajo muy diversa de la que yo, intelectual altamente politizado de la clase media, podía tener: él vendía sus capacidades para sobrevivir; no importab a si quien las compraba lo hacía con un fin “honrado”. Yo trataba de comprender sus motivos. Tardé mucho en darme cuenta de que él también trataba de comprender los míos. No por generosidad: para salvarse. Pero es que tampoco yo procedía a impulsos de la generosidad, aunque creyera lo contrario: como él, quería salvarme. Tuve que aprenderlo leyendo en su existencia, escribiendo su historia, pegándome con todo el amor y con todo el odio de que era capaz al aire de Buenos Aires, a los rumores de la memoria de Buenos Aires, de sus cloacas, de sus muertos, de sus prostitutas, de sus asesinos. De un Buenos Aires que, en realidad, jamás había existido, una ciudad inventada por Borges en la que yo había fingido vivir.

El personaje vivía, el escenario era inventado.

Voy a decir aquí algo que a algunos les parecerá una obviedad o una ridiculez: nací en Buenos Aires en 1947, en la clínica del Centro Gallego. Pero lo apunto porque no es un detalle secundario: es el primer dato de una biografía señalada en todas sus facetas por eso que la ley llama doble nacionalidad, y que yo he vivido como doble amor, doble dolor, doble pelea y, en definitiva, un casi irremediable desarraigo y una obsesión por el misterio de la identidad que ha dado su carácter a la mayor parte de mi producción intelectual.

Por un lado, el paterno, la historia empezaba en Galicia e iba directamente al Río de la Plata, después de un fracasado intento de mi abuelo de establecerse en Cuba.

Por el otro, el materno, era muchísimo más extensa: se iniciaba a mediados del siglo XIX y pasaba por Galicia, La Habana, Montevideo y Buenos Aires. Mi chozno, José Lema, muerto en el año 1915 en Traba de Lage, Coruña, a los noventa y seis de su edad, había hecho veintidós viajes a América. Su nombre figura entre los de los fundadores de las sociedades españolas de socorros mutuos, que el plural me impide escribir con mayúsculas, de esas tres ciudades. Es más que probable que haya estado también en México y en Venezuela en algún momento de su odisea. Su nieta, María Lema Novas, se casó con otro organizador de la emigración, mi bisabuelo Manuel Posse Pérez. Éste tenía un gran casa, la necesaria para un matrimonio que llegó a tener once hijos, dos de los cuales nacieron muertos. De los nueve restantes, dos hijas murieron muy jóvenes, del mal de la época, la tuberculosis. La casa estaba dividida en dos zonas, una de vivienda y otra relacionada con el negocio del amo, que era el reparto de tabaco por los pueblos de los alrededores de Buenos Aires. El área comercial, digamos, era una caballeriza para veinte animales de tiro, sobre la cual se habían construido catorce habitaciones, en las que vivían gallegos recién llegados al país hasta que encontraban empleo y alquilaban su propio rincón. Esos gallegos se renovaban constantemente, el tiempo de residencia era breve porque la demanda de mano de obra era extraordinaria y se colocaban enseguida. La hija mayor de don Manuel Posse y doña María Lema, María Teresa Posse Lema, se casó con uno de esos gallegos, mi abuelo Ramón Rial García.

Hablando de todo esto en el puerto de Vigo, una noche de hace tiempo, el gran Gonzalo Suárez me dijo que ya no había hombres así, con épica. Yo sabía que tenía que contar esa epopeya. Pero la Historia del Tristeno había acabado de purgar mi propias miserias, y debían ser purgadas antes de iniciar el relato familiar, la historia de dos países.

Historia del Triste siguieron La libertad de Italia y Territorios vigilados. Los dos libros parten de experiencias personales en el mundo de la clandestinidad política de los años setenta en América latina, cuyas fronteras con el de la delincuencia son en verdad vagas. En La libertad de Italia conté la fuga de un hombre que soñaba, como Cervantes, como Vidriera, con la vida libre del soldado, la libertad de Italia, y que escapaba de Buenos Aires para terminar asesinado en Barcelona. En aquel entonces, yo trabajaba para el diario El País de Madrid. Puse el punto final del libro exactamente cuando la ETA acabó con la vida de Dolores González Cataraín, Yoyes, que también había soñado con la libertad de Italia: las similitudes entre una historia y otra eran espeluznantes, pero la de Miguel Arellano, su protagonista, con el nombre real de un militante real y realmente muerto, había ocurrido y había sido narrada antes que la de Yoyes. Le pedí a Juan Luis Cebrián que escribiera lo que acordamos que sería un postfacio para que esa circunstancia quedara clara: la novela no se inspiraba en lo sucedido en el País Vasco, sino en otros acontecimientos, previos y similares, lo que veía a probar que nada de lo que nos pasa es original, por trágico que sea.

Yo sabía quién era el narrador de La libertad de Italia, el amigo de Arellano que contaba con tristeza su historia y que más tarde, en Territorios vigilados, procuraría saber quién o quienes, y por qué, habían acabado con él. Ese narrador era un personaje, pero en muchos aspectos se confundía conmigo. Sólo enTerritorios vigilados conseguí separarlo por entero de mi propia voz, convirtiéndolo en protagonista del texto. Ese personaje se llamaba, y se llama, Joan Romeu. Vive todavía, y siempre está cerca. Lo necesitaba para que me representara: era un catalán que había vivido en Buenos Aires en los años más duros, que conocía bien el terreno pero que nunca dejaba de verlo desde Barcelona. Sin embargo, me quedaron dudas acerca de quién era el narrador que me había diferenciado de él en Territorios vigilados.

Mientras tanto, redacté mi tesis doctoral y acepté un encargo de la editorial Destino, dos asuntos que estaban relacionados. La tesis fue publicada años más tarde por la editorial Javier Vergara en Buenos Aires, con el título La formación del país de los argentinos, y era un estudio de las fuentes literarias de la inmigración en el Río de la Plata. El encargo de Destino, para su colección Las Ciudades, era una especie de guía sentimental de la ciudad, que tiempo después le sirvió a Manuel Vázquez Montalbán para recorrerla por primera vez. Se llamaba Buenos Aires y Manolo, en El premio, la salvó del fuego omnívoro de Vallvidrera para que Pepe Carvalho la sacara de la maleta en El quinteto de Buenos Aires.

Por último, en el verano de 1988, bajó La reina de oros, la historia exagerada de una prostituta adolescente en la Barcelona de 1950. Un relato lleno de escenas duras, que un crítico rotuló como tremendista. Había empezado a concebir la idea a partir del descubrimiento de los techos de los edificios del Barrio Chino, que ahora se llama del Raval en nombre de la recuperación de ciertas esencias puritanas del catalanismo. Es cierto que, tras las célebres olimpiadas del 92 no quedó piedra sobre piedra del Chino, que fue sustituido por un grupo de viviendas de planificación ceaucesquista de las que se dice que son más salubres que las derribadas. Tal vez, pero los que vivían en las antiguas no están para dar fe de ello: los mudaron para dejar el sitio a los nuevos. Ahora es un parque temático del multiculturalismo, con áreas marroquíes, argelinas, paquistaníes, albanokosovares, rusas, polacas, ucranianas y rumanas, mutuamente irreconciliables. Allá por los cincuenta, cuando era amantes, Simone de Beauvoir y Nelson Algren, el ilustre autor de El hombre del brazo de oro, injustamente olvidado en España, visitaron Barcelona. Y como Algren era americano, paseó por el Chino y quiso averiguar qué había allá arriba. Subió y encontró un mundo, con improvisadas y sucias viviendas, una especie de barrio de chabolas erigido encima de otro e invisible desde la calle. Esto me lo contó José Agustín Goytisolo. Yo fui a ver lo que quedaba de aquello, ya las últimas señales, porque habían empezado a demoler aquí y allá, tal vez a bombardear la zona, porque tengo para mí que las putas no tuvieron tiempo de salir y fueron derribadas por el poder concedido a los arquitectos municipales.

Yo quise conservar una parte de ese pasado, en cuyo corazón había llegado a vivir en mis primeros tiempos en Barcelona. En el Barrio Chino vivió Mila Solé, hija de una de las mujeres a las que la propaganda del Frente Popular llamó “milicianas del amor”, y que no eran más que una versión local de las eternas soldaderas. La madre de Mila Solé, llamada también Mila Solé, había salido un día de Barcelona, en un tren que se dirigía al frente para consuelo de hombres en guerra. Y no había regresado. Mila Solé, la hija, esperó a la escritura de La reina de oros para morir dejando a su vez una niña, Ada Eguren. Terminado el libro, comprendí que el narrador de La reina de oros era el mismo de Territorios vigilados. Y, por lo tanto, debía de haber algún vínculo entre Joan Romeu y Miguel Arellano, por una parte, y Mila Solé, Fernando Eguren y Quim Dalmau, de La reina de oros, por otra. Y ese vínculo era el narrador. Que iba a tener nombre y entidad en la siguiente novela: Los últimos tiempos, un relato a varias voces en el que el narrador propiamente dicho es sustituido por diarios íntimos, grabaciones y relatos en primera persona en el grueso del texto. El narrador de La libertad de ItaliaTerritorios vigilados y La reina de oros –y, según comprendí después, de mis tres primeras novelas–, se llamaba Vero Reyles y en Los últimos tiempos se me aclaró su relación con todo lo demás: Vero Reyles, escritor, uruguayo, hijo de gallego, amigo íntimo de Joan Romeu, había sido el amante de Victoria Reinfeld, la nieta de Mila Solé. Era también el hijo de Antonio Reyles, cuya muerte se contaba en la novela.

La suma del esfuerzo de erudición relativo a la historia de la ciudad de Buenos Aires, el relato familiar recibido y el feliz encuentro con el narrador Vero Reyles se realizó en Frontera Sur. Allí, Manuel Posse aparece con su verdadero nombre. Pero Ramón Rial se desdobla en Roque y Ramón Díaz, padre e hijo, en un relato de tres generaciones. El narrador de todo esa saga es Vero Reyles. Su padre, Antonio, diez años después de terminada la acción de la novela, se casará con la hija Ramón Díaz. La narración va de 1880, cuando Roque y su hijo Ramón llegan a Montevideo y conocen a Germán Frisch, a 1936, cuando Antonio Reyles y Jacobo Beckman deciden incorporarse a las brigadas internacionales en la Guerra Civil española. La mayor parte de los acontecimientos narrados tienen lugar en Buenos Aires, pero aproximadamente un tercio se desarrollan en Tánger, Sevilla, Madrid y Traba de Lage, la aldea de mis abuelos en Galicia. La historia de la familia es la de la ciudad y viceversa, pero la ciudad se desplaza con los protagonistas. En esa ciudad universal se cruzan gentes de todas las razas y colores, y no lo digo en sentido figurado. Los Rosen, judíos y músicos, modelan una parte de la historia de Ramón Díaz y de Germán Frisch, alemán, músico y socialista huido del desastre de la Segunda Comuna de París. Frisch vive su gran pasión con una mujer negra y se hunde en la desesperación por una mujer italiana. Jacobo Beckman ha llegado a Buenos Aires de pequeño, con sus padres, huidos de los pogroms de 1905 en Rusia: él también es judío, y comunista. En la novela, como sucedió en la vida real, la mafia italiana y Carlos Gardel pasan por la existencia increíble de Roque Díaz. La de mi abuelo, que hizo negocios con los sicilianos y tuvo una extraña amistad con el cantor de tangos. De ahí que Frontera Sur sea la parte baja de la columna vertebral en la que se articulan todos los libros escritos con anterioridad, y dos posteriores: Las dos muertes de Carlos Gardel y Las leyes del pasado. La parte alta de esa columna es El soldado de porcelana. También en este caso el narrador es Vero Reyles, pero su padre y Jacobo Beckman no tienen papel hasta la segunda parte de la obra.

No obstante, a pesar de toda la construcción intelectual que respalda el texto, Frontera Sur fue escrito con la atención puesta en los deseos, las ambiciones y las contradicciones de sus personajes, perfectamente vivos y presentes. Mi abuelo fue una leyenda difusa hasta que lo escribí: entonces devino persona, le conocí, le traté, me enteré de sus relaciones con mujeres que no eran mi abuela, la trascendencia de su esfuerzo por ocupar un lugar en el mundo. Y mi padre, como padre de Reyles, se me hizo cercano, le conocí enamorado, no de mi madre, de otra mujer, francesa, ya muerta en la época en que se casó, tardíamente, y me engendró, probablemente con menos amor del debido.

El soldado de porcelana es un libro de destino. Es decir, un libro que esperaba mi llegada para ser escrito. La persona de Gustavo Durán era un secreto a voces, pero esas voces tardaron en llegar a mí. Un día fui a Buenos Aires y encontré una revista que llevaba, quién sabe por qué, tal vez únicamente esperándome a mí, diez años en un armario. En ella había un artículo de Rogelio García Lupo, un gran periodista argentino, sobre un tal Gustavo Durán, que había sido general de la República Española, músico, amigo de Hemingway y asesor de Spruille Braden, embajador de los Estados Unidos en Buenos Aires, en la campaña para impedir que Perón llegara a la presidencia en 1945. Eso sólo era ya una novela, y una novela que me permitía contar gran parte del siglo XX en Europa, especialmente en España, en los Estados Unidos y en América Latina. Recorté el artículo y lo guardé. Cuando llegué a Barcelona, llamé por teléfono a Roberto Otero, a quien está dedicada la novela y que murió el año pasado, y le pregunté si había oído hablar de Durán. Roberto me dijo que no sólo había oído hablar, sino que le había conocido en la casa de Rafael Alberti, en Roma, cuando él era pareja de Aitana. Roberto había sido, además, fotógrafo de Picasso durante muchos años, y había pocas cosas y pocas personas que él no conociera. Me recomendó hablar con Laura e Isabel García Lorca, las hijas de Francisco y sobrinas de Federico, que habían ido a la misma escuela que las hijas de Durán en Nueva York. Lo hice. Gloria García Lorca me puso en contacto con Lucy Durán y más tarde conocí a sus hermanas y a su madre, en Cambridge.

Había iniciado el trabajo documental para escribir la historia de Gustavo Durán cuando me invitaron a la República Dominicana. Iba a coger el avión en Barajas y me encontré con Vázquez Montalbán, que venía de otro viaje. Me dijo que en Dominicana tenía que ver a José Israel Cuello, pero aquél era un encuentro de aeropuerto, sin agendas, y no me podía dar sus señas de memoria; pero me aseguró que todo el mundo sabría darme noticia de José Israel. Llegado a Santo Domingo, le pregunté a la encargada de prensa de la Embajada de España, Pepa Acedo, si lo conocía. Pero ella era nueva en el cargo, como la mayoría de los que trabajaban en nuestra representación, empezando por el Embajador Ricardo Díaz Hochtleiner, actualmente secretario de la Casa Real. Mi primera actividad en el país era en un programa de televisión en el que, como casi siempre, se iba a debatir sobre las relaciones entre España e Iberoamérica. Me empolvaron la cara y me mandaron sentarme en un plató en el que nadie abría la boca, en espera de entrar en cámara. Pero la cosa se demoraba y, a los dos minutos, Pepa Acedo se acercó a mí y me susurró al oído que el señor que estaba sentado a mi derecha era José Israel Cuello. Igual me hubiese enterado, porque casi inmediatamente fuimos presentados uno a uno, con currículum y todo.

José Israel y yo salimos juntos de la cadena y nos fuimos a no sé dónde. Le expliqué lo que había ocurrido con Manolo y él me contó la historia completa. Él no conocía personalmente a Manolo cuando leyó en periódico que Montalbán pensaba escribir un libro sobre Galíndez. José Israel tenía un importante archivo sobre el tema y, sin dudarlo, buscó la dirección del escritor y se lo envió. El paquete tardó cuatro meses en llegar. El mismo tiempo que tardó José Israel en ir a la Feria del Libro de Madrid, donde le correspondía ir como editor que era. Allí estaba Manolo, en una caseta, firmando libros. “Don Manuel”, le dijo, “vengo de la República Dominicana.” “Pues qué coincidencia”, le respondió Manolo, “ayer mismo recibí de su país una cantidad de documentos sobre Galíndez que nunca podré agradecer.” “Se lo he enviado yo, y si quiere puede agradecérmelo.” Ahí nació una amistad. José Israel y Lourdes, su esposa, son personajes del Galíndez de Vázquez Montalbán. Y la amistad y la buena voluntad de José Israel me fueron legadas por Manolo. El lector curioso podrá comprobar que también La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa, está dedicada a José Israel y Lourdes Cuello. A ese encuentro le debo dos cosas, sin las cuales El soldado de porcelana no sería lo que es: las inencontrables memorias de Spruille Braden, de las que José Israel me dio una copia encuadernada en piel, y la colaboración de Bernardo Vega, Embajador de la República Dominicana en Washington, que consiguió para mí las actas del Comité de Actividades Antiamericanas, el Comité McCarthy, en las que aparece el interrogatorio al que fue sometido Gustavo Durán. Destino.

De la República Dominicana fui a Cuba para visitar Pablo Armando Fernández, gran poeta y gran amigo, y pedirle que me llevara a San Francisco de Paula a ver la casa de Hemingway, en la que había vivido Durán. La directora del museo que allí subsiste, Gladys, resultó ser buena amiga de mi amigo. “Estoy siguiendo los pasos de un personaje no muy conocido”, le expliqué, “un militar de la Guerra Civil española muy vinculado a Hemingway, que se llamaba Gustavo Durán.” “¡Ah, sí, claro, el general! Vivió aquí, en el bungalow, que está separado de la casa.” Y me llevó y me contó qué era lo que había cambiado y lo que seguía estando como en 1942. Más destino.

En Cambridge, pequeña ciudad universitaria, me vi en la necesidad de hacer fotocopias del archivo de Durán, prestado por sus hijas, en dos días. Ni la casa Xerox ni otra de parecidas dimensiones podían fotocopiar más de mil quinientas páginas para mí en ese tiempo. Allí las dejé, unas tres mil, pero me quedaba otro tanto y una sola copistería, modesta, con sólo dos máquinas y muchos estudiantes. Le expliqué mi drama de estudioso al propietario en mi inglés más teatral. El hombre me miró y me preguntó: “¿Usted quiere que me pase la noche trabajando?” Porque eso era lo que iba a tener que hacer si aceptaba el encargo. No le contesté de inmediato, esperé a que se lo pensara. Y de pronto, otra pregunta: “¿Usted es argentino?”. Yo no sabía cuál era la respuesta correcta: podía haber perdido un hijo en las Malvinas, en cuyo caso me convenía reclamarme español y sólo español, como constaba en mi pasaporte, como podía ser un argentinófilo de los pocos que quedan en el mundo. Opté por la apuesta a ciegas y le dije que sí, que era argentino. “Mi mujer también”, me tranquilizó entonces. Su mujer pertenecía a una de las incontables familias galesas que a finales del XIX y principios del XX habían emigrado a la Patagonia para dedicarse a lo que sabían hacer mejor que nadie: la cría de ovejas. Nos pasamos la noche trabajando, yo también, y al día siguiente subí a un avión con dos grandes bolsos recién comprados, con varios miles de páginas. Más destino.

Primer día en Londres, 1994. Entro en Dillon’s, librería magnífica donde las haya, y veo la primerísima edición de Incest, el título brutal que alguien dio a los diarios más íntimos de Anaïs Nin. Precisamente aquellos en los que trata de la relación con su padre. Alguien me ha dicho que Gustavo había sido el responsable del reencuentro de Anaïs con el viejo Nin y, por lo tanto, de lo que había ocurrido entre ellos. Me lanzo sobre el libro y miro con desesperación de adicto el índice onomástico: ahí está Durán, Gustavo, páginas tal y tal. Lo compro. Más destino. El soldado de porcelana hubiese sido otra novela si no se hubiesen editado a tiempo esas confesiones.

Hablaba de Gustavo con todo el mundo, constantemente, y hablaba con Gustavo a diario. Formaba parte de mi vida. No era mi amigo porque tenía demasiados secretos, tantos que ni él mismo sabía cuántos eran. Tampoco era mi amigo porque éramos personas de épocas distintas y distantes: la suya era más discreta, la mía más efusiva. Se me ocurrió entonces que quien podría realmente ser su amigo era Jacobo Beckman, que también había luchado en la Guerra Civil y en el mismo bando. Entonces empecé a vislumbrar qué era lo que Beckman había venido a hacer en la guerra: había venido a buscar a Durán.

La investigación me proporcionaba datos. Conversaba con mucha gente, leía muchos documentos, pero la sensación de novedad era excepcional. Gustavo no crecía por acumulación, sino por revelación. Cuando me di cuenta de por qué había llegado Beckman a Madrid, en compañía de Antonio Reyles, comprendí otra cosa: que la novela ya estaba dentro de mí, completa, redonda, y lo único que tenía que hacer era revelarla. Escribirla. En aquel tiempo, pensé mucho en una leyenda talmúdica, la del ángel que nos acompaña en el vientre materno durante la gestación. La cuenta Beckman, muy brevemente, en un episodio de El soldado de porcelana, pero la desarrolla mejor el protagonista de El maestro de los ángeles, una novela corta que escribí casi al mismo tiempo que El soldado, y que se publicó un poco antes. Ese protagonista, que también se llama Jacobo y se parece mucho a Beckman, pero que ha vivido en el siglo XIX y ha sido maestro del narrador, posee una estatua: es un ángel de mármol blanco con un rostro muy parecido al suyo, pero que en realidad es el de su abuelo. Reproduzco un fragmento largo de El maestro de los ángeles porque creo que en él está todo lo que creo acerca del destino, al menos del destino de un artista, que está más obligado a recordar que a inventar:

“–Espere, don Jacobo –pedí–. Vamos por partes. Después me explica eso del destino. Dígame primero quién hizo la estatua.

“–Un escultor, desde luego, y excelente, como puedes ver. Que también era un sabio, un hombre que conocía a fondo la Biblia y los secretos de las religiones antiguas. Un iniciado.

“–¿Qué es eso? ¿Qué es un iniciado?

“–Alguien que, tras vivir experiencias extremas y buscar con denuedo el sentido de sus sufrimientos, ha recibido de un maestro enseñanzas superiores, enseñanzas que no se brindan a cualquier mortal. Ahashver, que así se llamaba el escultor, que no sólo era escultor, ni tenía en la escultura su ocupación principal, había visitado el mundo de los espíritus.

“–¿Había visto a Dios?

“–No lo sé. Tal vez. De lo que no hay duda es de que tenía una misión asignada.

“–¿Cuál?

“–La de contar ciertos cuentos.

“–¿A todo el mundo?

“–A quienes quisieran escucharle, que, al parecer no eran muchos, aunque, según mi abuelo, era un narrador maravilloso.

“–O sea que su abuelo fue de los que quisieron escucharle.

“–Y con mucha atención. Tanta, que terminó por contar él mismo los cuentos que había oído de boca de Ahashver. Pero eso fue después. Al principio, sólo escuchaba. Y los cuentos no están hechos únicamente para ser escuchados. Con eso no basta para que sean verdaderos.  Para que sean verdaderos, hay que creer en ellos.

“–¿Y él no creía?

“–No. Al principio, no. El narrador tuvo que enseñarle a creer. No porque mi abuelo fuera especial, ni porque él hiciera más por unos que por otros, sino porque ése es el deber de un narrador: conseguir que los demás le crean.

“–¿Y cómo lo hizo?

“–Verás. Una noche, en la taberna del pueblo, una aldea grande de la Europa central, llamó aparte a mi abuelo y le dijo: “Franz, hay una historia que debes conocer. Y debes conocerla ahora, porque pronto tendrás un encuentro y, si no estás prevenido, tu destino puede torcerse sin remedio. Y, como sabes, un hombre que no realiza su destino es un alma perdida. No querrás ser un alma perdida, ¿no?” “No, claro que no”, contestó, sin demasiada convicción, mi abuelo Franz. “Pues, entonces, pon todos tus sentidos en lo que voy a decirte. ¿Te acuerdas del tiempo que pasaste en el vientre de tu madre?” Franz Singer sonrió. “¿Acaso alguien se acuerda de eso?”, preguntó. “Más personas de las que puedes imaginar, incrédulo amigo. Puesto que tú no eres una de ellas, yo te lo explicaré. No estabas solo allí dentro.” “¿No?” “No. Había un ángel contigo. Tu ángel. Él te habló durante aquellos meses. Te mostró el mundo, el bien y el mal, el amor, el odio y la indiferencia. Y te enseñó la que debía ser tu existencia sobre la tierra. También te advirtió que, en el instante en que fueses dado a la luz exterior, él soplaría sobre tu frente y te llenaría la cabeza de olvido. De ahí en adelante, sería tu obligación esforzarte por recordar y vivir la vida de Franz Singer. No la de un hombre cualquiera, sino la de Franz Singer. Porque el Señor pide cuentas, y el Día del Juicio, si estás entre las almas perdidas, te preguntará por qué no has sido Franz Singer, por qué no has gozado y sufrido el privilegio de poseer tu vida, singular e irrepetible, el único don que no se da a la comunidad de los hombres, el  único que es dado a cada uno de ellos, el don de la individualidad, el don de la identidad.”

“–¿Y su abuelo, don Jacobo, no se quedó impresionado con eso?

“–No. Ahashver hubo de ir más allá. “¿No es cierto, Franz, que muchas veces te cruzas con desconocidos y te quedas con la sensación de que no son tales, de que a éste o a aquél les has visto antes en alguna parte?” El abuelo Singer era un hueso duro de roer. “Sí”, reconoció, “pero eso no me demuestra nada: ilusiones ópticas, errores de la memoria, parecidos…” “Detente, Franz”, le conminó entonces su amigo, “no desprecies tu propia cabeza. ¿Te consideras loco, o tonto? ¿No crees en lo que ves? ¿O es que no quieres ver? Haz por mirar bien, porque pronto tendrás un encuentro y, si no reparas en la persona indicada, tu simiente no se perpetuará y serás un alma perdida.” “¿Quién te ha dicho semejante cosa, Ahashver?”, protestó Franz. “Tu ángel”, le respondió sin vacilar el narrador. “Quiero ver yo a ese ángel cara a cara”, desafió mi abuelo. “Si vives tu vida sin error, con los ojos abiertos, le verás la próxima vez que me veas a mí”, prometió Ahashver.

“–¿Y fue así?

“–Fue así.

“–¿Pasó mucho tiempo?

“–Un año, poco más o menos. Dos días después de aquella conversación, Franz Singer viajó a Praga. Era violinista, y fue allí para unirse a una orquesta. Por las noches tocaba, por las mañanas dormía y, después de comer, paseaba. Le gustaba andar por las calles de Praga porque es una ciudad maravillosa.

“–Y en esa ciudad tuvo su encuentro.

“–Precisamente. Un día, se detuvo ante el escaparate de una tienda de instrumentos musicales. Y, a través del cristal, vio, de perfil, a una joven sentada a un piano, tocando. Detrás de ella, de pie, había un hombre. El hombre puso las manos sobre los hombros de la muchacha, se inclinó para besarle con delicadeza el pelo y aspirar su perfume, y luego miró hacia la calle. Mi abuelo le reconoció, es decir, se dio cuenta de que había visto esa cara con anterioridad. Pensó entonces en Ahashver, cerró los ojos y procuró recordar el nombre de aquel individuo. Cuando los abrió, descubrió dos cosas: que la dama estaba sola y que el hombre al que acababa de ver, o de imaginar, era Franz Singer.

“–¿Y?

“–Entró en la tienda.

“–¿Sólo eso? ¿Sólo entró en la tienda?

“–Entró porque ahí estaba su destino. Ella se llamaba Marie-Katherine Steinweg. Cuando él abrió la puerta, fue recibido con una sonrisa. No saludó. No dijo nada. Ella volvió a tocar mientras él se le acercaba, se detenía a su espalda, le ponía las manos sobre los hombros y se inclinaba para besarle el pelo y aspirar su perfume. “Estaba esperando”, dijo ella.”

[Franz Singer]

“—[…] Retornó a la aldea unos meses más tarde, con la que ya era su esposa, y la llevó a visitar al narrador. Ahashver abrió la puerta sabiendo lo que iba a ver, y lo que Franz Singer esperaba de él. Les miró a ambos a los ojos, les cogió de las manos y les guió hasta el fondo de la casa, donde había un jardín cerrado.

“–Y ahí estaba el ángel –dije, ya con seguridad.

“–Éste. El que estás viendo.

“–Entonces, éste no es su ángel. Es el ángel de su abuelo.

“–Fue el ángel de mi abuelo. Pasó muchos años en una casa próxima a Praga, en la que nació mi padre. Después, toda la familia marchó a París. Tardaron más de treinta años en volver. Yo fui con ellos. Era un niño. Cuando vi esto, no pensé en su parecido con mi abuelo: la cara de la estatua estaba oscurecida por el moho y Franz Singer había cambiado mucho. Tampoco se me ocurrió que pudiera asemejarse a mí: yo aún no era el que sería. Sólo se me ocurrió decir que era mi ángel. “¡Le has reconocido!”, se asombró el viejo, y me contó lo que yo te he contado a ti. Y muchas cosas más.

“–Y usted, don Jacobo, ¿fue a Praga a buscarlo antes de venirse para acá?

“–No. Cuando murió mi abuelo, yo tenía veinticinco años. Fue entonces cuando lo hice trasladar a París, de donde lo he traído ahora.

“Pasamos un rato en silencio. El maestro lió un cigarrillo y lo encendió.

“–¿Si uno no tiene ángel, no tiene destino? –pregunté.

“–Todos tenemos destino, y todos tenemos ángel, Alfonso. Tenemos que estar alerta para reconocerlos como lo que son cuando se presentan. Y los dos son generosos: se ofrecen más de una vez.”

Mi ángel, en algún momento remoto, me había contado lo que yo estaba escribiendo. Sólo debía recordar. Ahí encajaba la revelación del Triste, que yo no había alcanzado a ver por entero en su día: dejar vivir al personaje implicaba, sobre todo, escucharle. Escuchar su relato, que me había sido dado antes de mi nacimiento.

Cuando, en el comienzo de El soldado de porcelana, Don José Durán despierta en una cama de burdel junto a una mujer, una prostituta que es su amante habitual y su protegida a lo largo de los años, entendí que esa mujer no podía ser otra que la madre de Mila Solé, la mujer que se había marchado al frente para nunca más regresar, y que, aunque él jamás lo supiera, era hija del viejo Durán. No lo supe hasta que no lo escribí.

Dos personajes de Frontera Sur, Jacobo Beckman y Antonio Reyles, habían pasado a El soldado de porcelana. Pero ahora, en esta última novela, se tendían lazos hacia todas las demás: La reina de oros se relacionaba así con José y con Gustavo Durán, y nada parecía provenir del azar ni ser invención arbitraria. Cuando, en el curso de mi búsqueda, descubrí que Gustavo Durán había nacido en 1906 en la misma casa en la que yo había puesto a vivir a Mila Solé en 1950, en la calle Concordia, en la ladera del Montjuich, me convencí de que la magia había vencido y de que esos seres no sólo estaban ligados por mi escritura, sino también por la vida.

Todo lo escrito hasta el momento de la publicación de El soldado de porcelana aparecía claramente vinculado: Vero Reyles era el narrador de Segundas personas y El viaje español, y probablemente deOscuras materias de la luz, así como de Frontera Sur y de El soldado, y el protagonista de Los últimos tiempos. La Mila Solé de La reina de oros era nieta de la Elena Solé de El soldado de porcelana y tenía un lazo de sangre con Gustavo Durán. La Victoria Reinfeld de Los últimos tiempos era la nieta de la Mila Solé de La reina de oros. Joan Romeu, narrador de La libertad de Italia y protagonista de Territorios vigilados, reaparecía como actor y narrador en Los últimos tiempos.

Entonces sucedieron más cosas. Un arquitecto uruguayo llamado Nelson Bayardo, profesor jubilado de la Facultad de Arquitectura de Montevideo y apasionado estudioso del tango, leyó Frontera Sur y se encontró con una imagen de Carlos Gardel que coincidía con la suya. Él había pasado años investigando la verdadera historia del cantor, que no era, como suele ocurrir, la historia oficial. En primer lugar, Gardel no era francés sino uruguayo. Eso lo sabía yo, aunque carecía de la documentación probatoria, cuando escribíFrontera Sur, gracias a un libro de Blas Matamoro publicado en 1967, una biografía de Gardel, que fue la primera que leí en la que se exponía esa tesis. Bayardo sabía mucho más, y tenía los documentos. Un día se presentó de improviso en mi casa de Barcelona. Yo no tenía idea de quién era y escuché sus peripecias en procura de mi dirección. El hombre me cayó francamente bien y, al cabo de un rato, me hizo un proposición de novela. Me dijo: “Yo sé que usted sabe que Gardel era uruguayo e hijo del coronel Escayola. Lo que no sabe es que fue concebido en una violación incestuosa, y que doña Berta no era su madre. Yo tengo todo, reuní papeles durante años y hasta publiqué documentos. Pero no sé escribir. Y usted sí. Le doy mi archivo para que escriba la novela de Gardel.”

Naturalmente, acepté. Nadie con un mínimo de decencia puede pasar por alto semejante muestra de confianza de un desconocido que, sobre todo, ha sido un lector atento de su obra y que, por lo tanto, le conoce a uno muchísimo. La cosa, no podía ser de otro modo, tenía una cola: Bayardo, el generoso e inolvidable Bayardo, tenía cáncer y casi ochenta años, y se iba a morir. Él no me lo pidió así, pero yo me comprometí conmigo mismo a terminar el libro a tiempo para que él lo viese impreso. Y así fue. Ediciones B, mis queridos editores de Ediciones B, Enrique de Hériz, Pere Sureda, Blanca Rosa Roca y Silvia Fernández, lo publicaron tan pronto como estuvo escrito y prepararon una presentación en Montevideo en la que participaron Bayardo y Homero Alsina Thevenet, un gran periodista, el crítico de cine que llamó la atención sobre Bergman cuando nadie sabía dónde quedaba Suecia. Los dos están muertos. Bayardo sobrevivió aLas dos muertes de Carlos Gardel, que le está dedicado, apenas unos meses.

El libro nació de la voluntad de Bayardo y el vientre de Frontera Sur. Romeu y Reyles aparecen en él. Reyles, para hacerse cargo de los recuerdos de mi abuelo Ramón, Romeu para armar el rompecabezas biográfico e histórico. Los dos son a la vez narradores y personajes, como lo son en La pérdida de la razón, un novela sobre la soledad de la muerte, en la que los dos reconstruyen la vida secreta de un escritor olvidado que tal vez sea yo.

También de Fontera Sur se desprende Las leyes del pasado, mi novela sobre la mafia en la Argentina de los años veinte y en la Italia de Mussolini, que, como se sabe, combatió coherentemente el crimen organizado en Sicilia. Tanto que la mafia colaboró con el gobierno americano facilitando el desembarco aliado en la isla. En 1991, a pedido de Ana Zendrera, editora de Juventud, para una colección de narrativa breve, una novela de cien páginas titulada La isla inútil. El protagonista de este libro se llama Walter Bardelli y es hijo de italianos. Había aparecido, en papeles secundarios, en Los últimos tiempos y en El lugar del deseo, una novela breve, escrita en 1990, que no se publicó hasta el año 2000, reunida con Historia del TristeLa libertad de ItaliaTerritorios vigilados y otro inédito, Crónica de Ana, en un volumen que llevó el título general de La guerra secreta. Yo me había encariñado con él, teníamos muchas cosas en común, desde el desarraigo hasta la pasión por el pasado, y pensé que si escuchaba con atención las conversaciones de Bardelli con su padre, un lutier calabrés emigrado a Buenos Aires, podría aprender bastante cosas. El primer asunto del que me enteré en esa intromisión en la familia, fue que había un tío, periodista, que se había establecido en Buenos Aires después de haber fracasado en una misión encargada por Mussolini, huyendo tanto de los fascistas como de los comunistas. Ese tío, Attilio, era el que en verdad conocía los entresijos de las mafias, la italiana y la polaca, que en los años veinte pasó a ser de polacos judíos, gracias a su trabajo en el diario Crítica de Buenos Aires, uno de los primeros en hacer periodismo de investigación y enfrentarse frontalmente al crimen organizado. Les dejé hablar a los tres, a Walter, a su padre y a su tío, y ellos hicieron la novela. Cuando surge una voz que no es la de ellos, es la de Vero Reyles.

Cuando apareció Las leyes del pasado, Enrique de Hériz pensó en hacer para la promoción un poster en el que se vieran, presentadas al modo de un árbol genealógico, todas las relaciones entre los personajes de mis diferentes novelas. Pero era imposible: no cabía, al menos si nos proponíamos que los nombre fueran legibles. Mi mapa de Yoknapatawpha era demasiado grande.

Ya en 2004, con la publicación de La capital del olvido, protagonizada por Joan Romeu y situada en el Buenos Aires del año 2001, pensé que habría que iniciar un proceso nuevo. Romeu y Reyles habían ido envejeciendo conmigo, nos quedaba poca familia y teníamos problemas morales, literarios, políticos y económicos. Pero uno no rompe con los seres queridos por cosas tan nimias. Acabo de terminar una novela que continúa la acción de La capital del olvido, con dos de sus personajes y Romeu en el fondo, escribiendo un par de mails. Y ahora sé que seguirá una tercera, en la que Romeu y Reyles tendrán un lugar importante, y que sucederá en 2002, en Madrid.

Así, he narrado la historia de Occidente, desde 1880, momento del inicio de Frontera Sur, hasta 2002. Como si el siglo XX hubiese sido un siglo largo.

Por último, una palabra sobre los ensayos, otra vertiente de mi trabajo.

Ya he hablado de Buenos Aires y de La formación del país de los argentinos, pero no he dicho nada sobreLa Guerra Civil española, una historia diferente (título horrible que decidió el editor por razones comerciales y que, como era de esperar, resultó contraproducente) ni sobre Perón, tal vez la historia, que he publicado en diciembre, en Alianza. El libro sobre la Guerra Civil fue la consecuencia lógica de la labor de investigación sobre Gustavo Durán. Como buen hijo del exilio, me había pasado la vida oyendo y leyendo sobre la guerra, y creía saber mucho sobre ella. Cuando empecé a documentarme en serio, tirando del hilo de Gustavo, me di cuenta de que era un perfecto ignorante y, lo que es peor, los eran la mayoría de los historiadores aceptados y consagrados. De modo que escribí un libro de protesta, señalando inmensos vacíos y notables olvidos, amén de sonoras perezas a la hora de investigar.

Perón es una vieja deuda conmigo mismo, y junta en su elaboración las técnicas del ensayo y las de la novela, además de un estudio riguroso del hombre y de su época. Se lo puede leer de muchas maneras, pero hay un aspecto del que quiero dejar constancia aquí: está tan ligado a mis otros libros como cada uno de ellos con los demás. Perón estaba en mi vida cuando nací: era, como diría una hija mía en la sabia ingenuidad de sus cinco años, el “rey de la Argentina”. Y su muerte decidió en gran medida mi destino personal posterior. Pero no lo recuperé para narrarlo en los anaqueles de mi biblioteca, sino en mis sueños. Empecé a soñar con Perón y terminé escribiendo ochocientas páginas, llenas de información, pero también llenas de posibilidades, de cosas que no fueron aunque pudieran haber sido, y de cosas que fueron aunque no existiese la menor posibilidad de que fueran: como en una novela.

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