Dos años sin Horacio

Horacio Vázquez–Rial

Horacio Vázquez–Rial

La entrada anterior, la última que publiqué, era de mediados de enero de 2014. Hace ocho meses. Apenas un instante en la vida humana, o toda una eternidad contado desde lo cotidiano. Lo cierto es que durante estos ocho meses no escribí nada alrededor de la película «Sombra de la noche»; no hubo nada relacionado que reseñar, informar o comunicar. Y de las conversaciones personales que he ido manteniendo con algunas personas aquí y allí, finalmente no llegué a compartirlas por escrito en este espacio.

Tras presentarla en la Sección Oficial del FICIP 2013, y en la Librería Sophos, en Guatemala, no la he movido por ningún otro festival y desde luego no la he comercializado de ninguna manera; no he realizado proyección pública alguna tampoco y ni siquiera me he molestado en irle dando vidilla por la red en plan «cineasta pesado que quiere que veamos su película». Con todo, es una película viva, se va viendo –visionada por 1.592 personas… 1595…– gota a gota por gente que llega a ella por sus propios medios; sin empuje alguno por mi parte quiero decir. Y esto es lo que verdaderamente me interesa en este caso. Que su público la encuentre: resultado de su propia búsqueda, como consecuencia de sus propias acciones en red, fruto de sus propias inquietudes, alguna recomendación de alguien; y quizá la vean, y quizá la vean completa. Y quizá compartan o comenten.

Ya en su día, y todo esto hablado con Horacio, para no inmiscuirnos en su presencia en la web desde medios audiovisuales, decidimos no poner en el título nada que apuntara a la marca «Horacio Vázquez–Rial». No nos parecía que fuera sano para el desarrollo, sobre todo tratándose de un tiro de largo alcance, ni para todos esos contenidos que quedaron de su presencia en Internet, que su testimonio, que desde luego no había sido abordado desde el escritor o desde el periodista, se metiera en medio. Por el contrario, quien busque en Google por «sombra de la noche», se encontrará –en vídeos, claro– que la película es la segunda referencia. O sea, no es difícil dar con ella si tienes alguna inquietud y navegas por la red, si te interesa el autor o la persona.

Mi afecto por Horacio sigue vivo como el primer día. Es increíble que uno pueda seguir queriendo a alguien aunque ya no esté; lo que me lleva a considerar la cuestión de si nos quisimos bien en vida (creo que si), o si nos quisimos como si no estuviéramos (creo que no). O quizá es que el amor no tiene que ver con estar o con verse esencialmente sino con participar de la vida del otro, ser parte de ese otro. Lo que me lleva entonces, y me da mucha felicidad, a pensar que aquello en donde «estaba», ese lugar en el que Horacio tenía nuestra amistad y en el que yo guardo la nuestra: sigue vivo. ¡Sigue vivo!

Eso es mucho más feliz que ahondar en que se murió, que ya no está, que jamás nunca volveremos a saber de él, que ya es sólo unos gramos de polvo de estrella. Mi razón, seguramente piensa así pero mi corazón que es quien manda en mi casa, las co-razones que nos unían tanto como amigos, desde luego no. Claro que sé que falleció, joder, estuve allí: claro que sé que enfermó y que se fue enfermando más y más hasta el final: compartimos ese último año (y la película también es testimonio de ello); además, estoy escribiendo esto en el segundo aniversario de su muerte –¡Dos años sin Horacio! Lo que sucede es que una parte de mi lo mantiene con vida, le habla, le escucha, lo siente, conversa; trata de compartir con él pensamientos, ideas, rutas hacia nuevos emprendimientos.

Es por eso que, aunque soy consciente de que Horacio está muerto, especialmente en una fecha tan señalada como la de hoy, 6 de septiembre, lo siento más vivo que nunca y puedo decirlo porque lo estoy viendo ahora mismo mientras escribo: se ríe; me mira y riendo masculla… «Pero qué cosas mirá vos» y estalla en una carcajada… ¿No lo oyen? Eso fue lo que pasó durante estos ocho meses: he estado mucho más tiempo con el Horacio que sigue vivo.

Vivo en sus libros, que nos están acompañando y sobre los cuales estamos trabajando. Alguien como él que le dedicó tanto a la literatura, a las ideas, a las palabras y que ha dejado un legado rico, atractivo, importante… Mientras su legado perdure, perdura toda la vida que él puso en ello. Y perdura: nos batimos por sus libros como nos batiríamos por él si estuviera en nuestras manos. Y lo estamos leyendo más que nunca. Abrazando de nuevo el trabajo conocido y el que no, pero desde la globlosidad del conjunto de su obra: su corpus: porque Horacio no escribió libros solamente: ahora que podemos abrazar el conjunto de su obra vemos que no: que los libros fueron pausas, ventanas, formas de que pudiéramos ver por dónde iba. Es realmente impresionante y una experiencia como lector única, abordar una obra completa como un todo con sentido; sobre todo para ópticas que crecimos en el mundo del libro.

Vivo en todos los temas que empezamos a pensar juntos y que de algún modo están recogidos en Androginias 21; temas que voy explorando a título personal extrañándolo tanto, y y que tras pensarlas con ese Horacio que sigue vivo, se expresan en los escritos allí recogidos. ¿Hablarlo con Horacio? Pues claro. Eso fue lo que me pasó en Mineral de Pozos, pueblo mágico de Guanajuato, México, y por lo que no he podido seguir moviendo la película en plan «cineasta que mueve su película». Horacio estuvo presente, conmigo allí. Y uno entre todos los demás que nos rodearon esos días, también pudo verlo. Hasta ese momento pensé que era una fantasía mía, fruto de los nervios de presentar la película en un festival; pero cuando esa otra persona lo vio: y me habló de él tras escuchar las mismas cosas que yo, sentí una alegría muy profunda y comprendí ya podía fundirme en un sentimiento que no me abandonaría mientras estuviera vivo (yo, él, el mundo).

Cumplimos pues juntos, el presentar la película en el festival; nos gozamos los dos que me llamaran señor director por aquí, señor director por allá; incluso la noche en que cenamos tan rico y luego le dimos duro al tequila y nos emborrachamos juntos: una noche magnífica en la que hablamos con todos.

No he sido entonces sólo yo que he dejado la película a su aire sino los dos, es algo hablado. La hemos dejado flotando en la red, y esperamos permanezca muchos años en la red, para que todo aquel que desee explorarla y revivir con Horacio, con Eduardo Montes-Bradley y conmigo lo que se dijo, de lo que hablamos, pueda hacerlo y disfrutar, de paso, del lindo hombre que era. Y mientras la película esté viva en la red estará vivo en la red este espacio de apoyo, este lugar en que recoger lo que vaya sucediendo alrededor del film.

Han pasado dos años y la película sigue viva, es nueva para cada quién que la ve, y eso es lo que importa. Es una parte de lo que perdura de él, lo que sigue vivo; que hace su vida.

Todos perdimos a Horacio pero sus hijas, su amor, además perdieron al padre, al que veían, al que abrazaban y daban besos; al amor, ese que también se abraza, se besa y se presenta ante el otro. Todos perdimos a Horacio, pero ellas, además, al hombre. El hombre que se murió: que todos aquellos que conocemos en profundidad el relato de su historia, sus luces pero sobre todo, las sombras de su vida, que las hubo, comprendemos y perdonamos. El hombre, el padre, el amante, el amigo camarada, ese, ya no está. Recordado siempre.

 

Algo dentro de nosotros

Ver película «Sombra de la noche»
«Hay algo dentro de nosotros que nos muestra qué somos realmente. Los caminos visten de huellas sus silencios. Los árboles pierden hojas cuando enferman. Sólo el ser humano guarda, a veces, silencio cuando sufre. Si bien es cierto que tarde o temprano llora y, finalmente, más temprano que tarde, muere».

Epílogo

Hay personas que han vivido para su ego, para su yo y para su mío. No fue el caso de Horacio. Nacido de un relato —el relato gallego en la Argentina de los siglos XIX y XX— Horacio se crió en un enorme nosotros repleto de narraciones orales, de personajes reales remezclados con dosis de ficción.

Un nosotros que nunca abandonó, ni en sus tiempos de estudiante, ni en la militancia política, ni en sus estudios superiores, ni en su recorrido intelectual. Horacio, padre, hijo, nieto, escritor de novelas, estudioso de la Historia y de la Política, lector de libros, pensador, conversador, amigo.

Queda su obra escrita, donde siempre es grato encontrarse con sus palabras, y queda su testimonio, la película «Sombra de la noche», ya a los ojos de la red de quienes quieran acercarse a su relato.

Queda éste espacio www.sombradelanoche.com como casa virtual de lo que suceda que tenga que ver con la película y yo, a disposición para lo que consideren.

Pablo Odell

Noviembre 2012

De regreso a casa

De regreso a casa

«¿Qué pasa con nuestra vida digital después de la muerte?» pregunta Silvia Moschini desde La Vanguardia.

Vida digital. «Una enorme porción de nuestros días transcurre en Internet». Silvia se pregunta si «nos preocupamos por nuestros objetos virtuales, mensajes, canciones, fotos, vídeos y todo tipo de documentos que hemos compartido a través de Internet, de igual forma que hacemos con los objetos físicos de valor, como joyas, obras de arte o libros». Ésta cuestión me toca muy de cerca. Horacio Vázquez-Rial, fallecido recientemente, sí abordó ésta cuestión y no, no la consideró como joyas, obras de arte o libros. La consideró distinto. La consideramos distinto.

Cuando un usuario de Internet fallece, continúa Silvia «hay dos opciones: dejar que todo se pierda, se esfume, en el ciberespacio, o asumir la responsabilidad del reparto de todo ese legado digital». Horacio hizo lo segundo. En las redes sociales compartió mucha información, sí: cosas que pensaba, cosas que creaba, cosas que relacionaba de otros medios. Tejió a través de las redes sociales una serie de relaciones, superficiales si se quiere, pero abundante.

Esta es la razón por la que muchos usuarios de internet están empezando a crear, en vida, su testamento virtual, que no es otra cosa que un documento legal en el que se indican las contraseñas de redes sociales, cuentas de correo electrónico, etc. Con este trámite, el usuario se asegura que será él quien decida quién tendrá acceso a toda su información y la forma exacta en la que quiere que la trate. Horacio compartió y me cedió ese privilegio, al que me enfrento con suma cautela.

 

Septiembre 2012

Nunca están más solos los seres vivos que cuando ya no ven vivo a un ser que quieren. No hubo entierro. Él no lo quiso. Se enfrentó directamente a la eternidad sin tumba. Todos los que lo quisimos, los que lo acompañamos, los que éramos parte de él quedamos servidos y servidores de su memoria. No. No ha muerto del todo si sentimos que sigue vivo.

Agosto 2011

El tabaco, sombra de la noche
Por Horacio Vázquez-Rial

ahvrtabacoEn mi ya remota adolescencia, leí una biografía de sir Walter Raleigh. Era una versión probablemente abreviada de la que había publicado Penguin en Londres y formaba parte de una colección llamada Pingüino, que pirateaba una editorial del Partido Comunista en Argentina. El personaje me fascinó por muchos motivos, pero sobre todo por un hecho quizá fortuito: la introducción en Inglaterra de la patata y el tabaco.

Siempre me interesó la cuestión de las plantas traídas de América al Viejo Mundo, del papel revolucionario que les cupo representar. La cocina italiana no existiría tal como es sin el tomate y, en cierta medida, sin el maíz, base de la polenta. Y pueblos enteros habrían muerto de hambre sin la patata, alimento determinante en el destino, por ejemplo, de Irlanda y España. Los recetarios nacionales son en su mayor parte modernos —poco queda del comer medieval y la cocina de caza es una exquisitez minoritaria—. Todas las plantas importadas después de 1942 fueron de enorme utilidad en Europa, de donde volvieron transformadas como parte de una experiencia de fogón novedosa.

Lo mismo pasó con el tabaco, que, una vez descubierto y probado en la corte británica, fue cultivado por el explorador Raleigh en el marco de su proyecto colonizador en Virginia. La diferencia entre el tabaco y el resto de los bienes americanos radica en su inutilidad nutricional. Sólo se lo puede consumir como fuente de placer, fumándolo o mascándolo, como se hace con la hoja de coca. Sólo un pirata podía interesarse por un arbusto que sólo había visto consumir a los nativos del Nuevo Mundo en ocasiones ceremoniales. Aunque se tratara de un pirata puritano como Raleigh, que detestaba el alcohol porque, en sus propias palabras, «transforma al hombre en una bestia», lo «hace despreciable… y lo envejece prematuramente».

Cuando leí aquel libro, yo empezaba a fumar. Vivía en una cultura señalada por el tabaco. Humphrey Bogart, Jean Gabin, Albert Camus o Julio Cortázar aparecen fumando en sus retratos más célebres —Bogart, incluso, ofreciéndole un cigarrillo a su compañera, Lauren Bacall—. Bogart murió temprano, a los 58, de cáncer de esófago. Gabin a los 73, de infarto. Cortázar vivió setenta años y terminó como víctima del turbio affaire Fabius, de tráfico con sangre contaminada. Albert Camus, a los 47, en accidente de carretera. Es posible que Bogart y Gabin hayan muerto a causa del tabaco.

John Wayne, gran fumador, tuvo cáncer de pulmón a los 57 años, pero vivió hasta los 72 después de una exitosa cirugía; no obstante, su enfermedad se atribuyó a su exposición a la radiación nuclear en la zona de Utah en la que se rodó El conquistador de Mongolia, que había sido escenario de pruebas atómicas.

En aquellos tiempos —y me refiero a los últimos años cincuenta y los primeros sesenta— no se hablaba demasiado de los daños producidos por el humo del tabaco. Y el tema no se incorporó al discurso público hasta finales de los sesenta y primeros setenta. Fue entonces cuando empezaron las prohibiciones. En los Estados Unidos. A medida que nos enterábamos de las nuevas medidas, decíamos, parafraseando a Obélix, que «estos americanos están locos», sin pensar que lo mismo se iba a hacer entre nosotros poco después. Antes, aunque hubiese médicos que lo decían, la relación del tabaco con el cáncer y con las enfermedades cardiovasculares no era comentada, y no existía fácticamente; como no existían los fumadores pasivos. En el cuento «Humo», escrito en 1932 y recogido en el libro Gambito de caballo, William Faulkner anotó que «es extraordinario tener un vicio que sólo le hace daño a uno mismo», aseveración que hoy sería apresuradamente refutada, con razón o sin ella, por los talibanes del prohibicionismo.

Tengo que reconocer que no soy un severo crítico del tabaco, aunque un grande y querido amigo haya anotado hace poco en mi muro de facebook que, al dar a conocer mi enfermedad, yo advertía contra los riesgos del tabaquismo. En mi balance vital, tengo tantas cosas que reprocharle como momentos que agradecerle. Y no pienso sólo en generosas sobremesas y en tardes y noches de café jalonando amistades y amores, sino en instantes críticos, como la última época pasada en Buenos Aires, en tiempos de la Triple A, viendo caer gente a mi alrededor, con el miedo como pan nuestro de cada día. El hecho de que los cigarrillos acompañasen largas horas de espera sin esperanza de una muerte probable funda una querencia que no viene de la nada, sino que forma parte de la cultura recibida. Si hablamos con toda precisión de pueblos y culturas del vino y de la cerveza en el sur y el norte de Europa, no veo por qué no podemos hablar de una cultura del tabaco. (De paso sea dicho, la consideración del alcohol como droga es un asunto espinoso, a la vista de que hasta el día de hoy, al menos en los países católicos, el vino forma parte de la celebración de la Misa.)

Se me ocurre que no es vana ni casual la pertenencia del tabaco a la familia de las solanáceas —como el tomate y la patata—, denominadas en inglés nightshades, sombras de la noche —se supone que su mayor crecimiento es nocturno—. Es en las horas de oscuridad cuando más se percibe su presencia.

En esto, como en todo, tiendo a no ser prohibicionista. La experiencia americana de la Ley Seca demostró la inutilidad de tratar de poner puertas al campo. Sin embargo, prefiero la prohibición rotunda a la hipocresía del consejo y la prohibición parcial. Lo mismo da que se impida fumar en bares y restaurantes —desde el punto de vista de la salud, porque desde el social, es un atentado a la convivencia—, si uno va a fumar en casa.

Los gobiernos que sostienen por un lado que los fumadores ocasionan grandes gastos a los sistemas estatales de salud, por otro son incapaces de prescindir de los impuestos que generan el alcohol y el tabaco.

Y nadie se ha atrevido a acabar con la fabricación de cigarrillos, en parte por el efecto social de tal medida, pero sobre todo por la posibilidad de que las empresas tabacaleras —que han pagado cientos de millones de dólares en reparaciones judiciales y que siguen ganado mucho dinero a pesar de que sólo perciben una parte mínima del precio de venta al público de cada cajetilla, y que forman parte de conglomerados empresariales infinitamente mayores, ligados tanto a la alimentación como a los macrolaboratorios— generen alteraciones políticas de incalculable alcance. No hace falta ser un país africano para que una farmacéutica monte un golpe de Estado.

Dependemos política y económicamente de esos gigantescos negocios. Pero también dependemos desde el punto de vista de nuestras adicciones: el alcohol, el tabaco, la coca cola y otros refrescos, los somníferos, los antidepresivos, los ansiolíticos, el chocola- te, etc. Y, probablemente, dentro de poco, las drogas duras legalizadas.

En las sombras de la noche, el tabaco no es nada. Aunque haya contribuido a enfermarme y también lo produzca la Tyrell Corporation.